lunes, marzo 12, 2007

NIÑO DE 6 AÑOS DESAPARECIDO, AYÚDANOS A BUSCAR A YEREMI JOSE VARGAS

Yeremi José Vargas. (EFE)
TIENE CABELLO RUBIO, OJOS CASTAÑOS Y GAFAS CON UNA MONTURA VERDE

400 personas buscan a Yeremi, el menor desaparecido en Vecindario
EFE. Las Palmas de Gran Canaria
Unas 400 personas buscan en Gran Canaria al niño de siete años desaparecido este sábado en la localidad de Vecindario cuando jugaba en la calle, sin que haya ningún rastro de él cuando han pasado más de veinticuatro horas de su desaparición, informó un portavoz de Protección Civil.
Miembros de la Guardia Civil, Protección Civil, Policía Local y del Grupo de Emergencia del Gobierno de Canarias rastrean desde este sábado los alrededores del lugar donde el pequeño Yeremi José Vargas desapareció hacia el mediodía.
La última vez que el niño fue visto jugaba con dos primos de su edad, a pocos metros de su padre y varios tíos, en un solar cercano a su casa, en el número 11-13 de la calle Honduras, de la zona conocida como Los Llanos, en la localidad de Vecindario, en el municipio grancanario de Santa Lucía, explicó la tía del niño, Milagros Suárez.

AMORES QUE MATAN

Estaba al límite de sus fuerzas. Hacía semanas que apenas si dormía y se encontraba al borde del agotamiento.

Desde varios años atrás su vida se había convertido en un infierno. Aquel que creyó su príncipe azul, tardó muy poco en convertirse en un sapo repulsivo y abominable que la humillaba, vejaba, insultaba y maltrataba. De puertas para afuera era amable, educado, caballero; pero cuando traspasaba el umbral de su casa se transformaba en el más temido de los monstruos.

El día que tomó la decisión de coger a sus hijos y marcharse, de no vivir ni un minuto más de rodillas; no había sido diferente a otros muchos días. Esta vez la excusa fue una comida demasiado caliente, otros días había sido una carne poco hecha, un frasco que no ocupaba su sitio exacto en el estante del baño, los niños llorando, riendo o chillando, mientras jugaban; daba igual, cualquier pretexto era válido para hacer que aflorara su violencia. Por no hablar de los celos, un simple saludo de buenos días a un vecino le hacía reaccionar como la más temible de las bestias.

Un sexto sentido, posiblemente, acrecentado por el instinto de supervivencia, hizo que se agachara milésimas de segundo antes de que el plato de estofado volara en dirección a su cabeza. No dar en el blanco lo indignó aún más. La agarró por los pelo, la arrastró, la abofeteó; y, sobre todo, le pegó allí donde no queda huella, en el estómago, en el hígado, en los riñones. Cayó al suelo inerte como un pesado fardo.
La dejó allí inconsciente y salió dando un portazo. Sus dos hijos, tan pequeños que apenas tenían uso de razón, salieron de su habitación nada más oír que su padre se había marchado. Habían aprendido, a base de palos, a permanecer encerrados, mientras él estaba en casa, con el fin de librarse de sus arranques violentos.

Mientras el pequeño acariciaba la cara de su madre, llorando silenciosamente, el mayor, de sólo seis años, trajo agua fría de la cocina y le humedecía las sienes y la nuca, con el fin de hacerla volver en sí. Poco a poco recuperó la conciencia, su cuerpo era un puro dolor, pero no podía detenerse. Ya no cabía preguntarse ¿Qué soy? ¿Para que sirvo? o ¿Adónde voy? En aquel momento sólo cabía sobrevivir.

Desde entonces su sueño era escaso y ligero. Se podía decir que, desde hacía semanas, dormía con un ojo cerrado y otro abierto lo cual la había llevado al borde de la extenuación.

Se tumbó en la cama y el agotamiento la hizo sumirse en un profundo sueño. Soñó que soñaba con un hombre amable, educado; alguien que la cuidaba, la mimaba, la admiraba. Un hombre que no la consideraba un objeto y sólo tenía ojos para ella. Alguien para quien no existían las noches de neón y alcohol; un ser inteligente, un caballero.

Unos fuertes golpes en la puerta y unos gritos que parecían sobrehumanos pusieron fin a su sueño. Corrió al cuarto de sus hijos que ya se habían levantado de sus camitas y, abrazada a ellos, se dirigió al teléfono para pedir ayuda. Los goznes de la puerta cedieron y sólo alcanzó a ver la hoja brillante de una navaja. Sintió como el acero se clavaba primero en su costado y después en su corazón, una vez y otra y otra.
Desde el suelo, antes de cerrar sus ojos definitivamente, vio a sus hijos abrazados, llorando, mientras decían:

¡Mamá no te mueras!


Un hombre inteligente nunca será un maltratador, sin embargo un mediocre necesita obtener, a base de golpes, la supremacía que su inteligencia le niega.

© Pino Antúnez